Ha estado muy instalada, en la mentalidad de las clases medias de los países de nuestro entorno, la idea de mejora de nuestras condiciones de vida mudándonos a una casa en contacto con el terreno, con nuestra propia piscina, rodeados de buenos vecinos, de una situación socioeconómica similar o superior a la nuestra, que garantizaba que nuestros hijos crecerían sin malas compañías y con posibilidades de buenas relaciones futuras. Todo ello en urbanizaciones con buenos servicios, seguras y, sobre todo, bien comunicadas por medio de rápidas autovías para nuestros potentes automóviles.
Este nuevo modelo, que luego fue conocido como ‘ciudad dispersa’, venía avalado por muchas bienintencionadas propuestas o por utopías higienistas. Pero todos esos modelos fueron adoptados, convenientemente transformados y podríamos decir que prostituidos, con fines meramente especulativos. Crecieron como hongos repetitivas y monotemáticas urbanizaciones, desparramadas por todo el territorio, como manchas de aceite.
Muchos años después, tal vez ya demasiado tarde, nos dimos cuenta de que este modelo disperso de ciudad no solo no aumentaba la felicidad, sino que generaba inmensos problemas individuales y colectivos. Pero, sobre todo, este nuevo modelo que había sido caro de construir, que había dilapidado cantidades ingentes de territorio, que había sido depredador de todo tipo de recursos, que tampoco había conseguido aportar bienestar, era, sobre todo, por encima de todo, un modelo de ciudad caro, muy caro de mantener.
Diferentes estudios realizados en diversos países estiman que el coste de construcción de la ciudad dispersa duplica el coste de la ciudad compacta, pero el coste de mantenimiento de los servicios llega a triplicarse. No es posible mantener a costes razonables ni los servicios sanitarios, ni los educativos, ni los de dependencia, pero tampoco los de seguridad, policía, bomberos, etc… lo que lleva a considerar el modelo como totalmente insostenible.
Las viviendas situadas en la ‘ciudad dispersa’ dependen del vehículo privado, precisando casi un automóvil por habitante mayor de edad, generando unos grandísimos costes para cualquier tipo de desplazamiento. Estas urbanizaciones generan mucha ‘movilidad no deseada’. Para una empresa privada de transporte no es rentable dar servicio a las referidas urbanizaciones, por su baja densidad y para las Administraciones Públicas es ruinoso atender las necesidades de desplazamiento de sus moradores, además de probablemente injusto dar prioridad a estos servicios antes que otros más necesarios en zonas más deprimidas.
Lo mismo que sucede con el transporte ocurre con el resto de servicios e infraestructuras urbanos: el agua, el alcantarillado, la electricidad, las redes para las nuevas tecnologías, etc… No son solo muy caras de implantar, son muy caras de mantener en la ‘ciudad dispersa’. Por supuesto, los servicios de salud, educación, dependencia no pueden ser ubicados en estas urbanizaciones por su baja densidad.
Tampoco existen condiciones adecuadas para la implantación del pequeño comercio de cercanía, y si alguien osa abrir alguno de estos negocios tiene su ruina asegurada en un breve espacio de tiempo. Por lo tanto, los habitantes de estas pequeñas ciudades deben buscar la mayoría de los bienes y servicios que precisan para la vida cotidiana desplazándose en sus vehículos privados.
La ciudad dispersa genera muchos y muy distintos tipos de problemas, pero además es cara de construir y carísima de mantener. Es cara de mantener para la sociedad en su conjunto, ya que los ayuntamientos deben aportar y mantener unos determinados servicios con elevado coste por habitante. Es cara de mantener para sus usuarios, que deben destinar porcentajes elevados de sus recursos para desplazarse a adquirir bienes o disfrutar servicios que en la ciudad compacta son mucho más baratos e incluso alguno de ellos, gratuito.