Ni refugiados ni Le Pen: quienes acabarán con las libertades en la UE son sus dirigentes
Alguien dijo que lo único que podía salvar a la democracia liberal sería una izquierda inteligente, y que si esa opción fallaba, el peligro de un nuevo autoritarismo entraría a galope por nuestras puertas (Soledad Gallego-Díaz)
El 11-S se comprobó en Estados Unidos que los terroristas no podían acabar con las libertades de los ciudadanos. Eso solo lo podía conseguir el fiscal General, John Ashcroft (que creó Guantánamo y las leyes patrióticas). La frase es de Jon Stewart, el más grande de los comediantes de la televisión americana, y se aplica al universo entero.
Nadie acaba mejor con las libertades y los derechos de los europeos que los propios dirigentes europeos. No son los inmigrantes ni los refugiados los que van a hundir la idea de Europa, sino la innoble utilización del indudable problema que plantean. La obtusa posición de Francia, sometida ¡durante seis meses! al Estado de Emergencia y cuyo gobierno, presidido por un socialista, se niega a apoyar la respetuosa política de asilo de Alemania, hará mucho más por destruir nuestras libertades que las amenazas de Le Pen.
Alguien dijo que lo único que podía salvar a la democracia liberal sería una izquierda inteligente, y que si esa opción fallaba, el peligro de un nuevo autoritarismo entraría a galope por nuestras puertas. Quizás habría que reclamar la urgente revitalización de la democracia cristiana, prácticamente muerta, asesinada por los populismos de derechas (tanto hablar contra los populismos y resulta no hay nada más asquerosamente populista que el ministro español del Interior, por ejemplo). Por lo menos, su historial de respeto a la ley internacional era más presentable que el de sus herederos.
En la UE se discute hasta la saciedad lo que no debería tener discusión. Austria simplemente no tiene derecho a decir que solo aceptará 80 demandas diarias de asilo. Los cuatro de Visegrado (Polonia, Hungría, Eslovaquia y República Checa) no tienen derecho a perseguir a su minoría gitana, ni a expulsar a los musulmanes solicitantes de asilo. Merkel, a la que tantos errores cabe atribuir en la gestión de la crisis económica, se merece apoyo en su decidido respeto de las leyes de asilo. No es tan difícil de comprender. Como decía un actor norteamericano, “acabar con la pobreza mundial debe ser difícil. Dar de comer a estos niños, no”.
Los refugiados tienen derechos. Los estados democráticos están obligados a acogerlos de manera humanitaria: no es una opción ni un tema a debate, pero en la cumbre europea que se acaba de celebrar, los jefes de gobierno pasaron seis horas discutiéndolo, horas que, para colmo, no sirvieron de nada. Los datos son evidentes: si Austria cierra su frontera o la permeabiliza a gotas, si la ruta terrestre de los Balcanes se cierra con vallas y muros, millones de seres humanos quedaran atrapados en Grecia y Turquía. Y finalmente atravesarán el Mediterráneo por rutas cada vez más peligrosas, ahogándose a centenares o miles por el camino.
Todo el mundo sabe lo que va a suceder. Todo el mundo conoce la solución, los mecanismos que pueden impedir la catástrofe: establecer acuerdos con Turquía y Jordania que permitan trasladar a Europa a esos centenares de miles de personas de manera ordenada y segura, distribuyéndoles por cuotas en la mayoría de los 28 países que integran la UE. Todo ello mientras se intenta acabar con la guerra en Siria e instalar un gobierno que expulse al dictador y reconozca un papel a la oposición democrática.
Todo el mundo sabe que tantas crisis simultáneas como se están concentrando en Europa (incluida Turquía, socio de la OTAN) suponen un auténtico peligro. Churchill, un político que no servía para tiempos de paz pero sí para tiempos de amenaza, decía que lo que nunca se debe hacer es tratar de huir de un peligro. Así solo se duplica. Por el contrario, si se afronta con prontitud, ese peligro se reducirá un 50%. Tal y como están las cosas, eso ya sería mucho.