Manuel Suárez tenía la ambición de ser un gran vaquero, y el sueño se le escapó de las manos. Ahora es un f’orajido’ para la justicia y un ‘desaparecido’ para su familia. El hombre poseía una granja en la diminuta aldea de Cezar (A Coruña) con capacidad para 30 vacas, pero fue comprando, y fueron pariendo, y llegó a juntar muchas más de 100. Hace unos años, algo crujió dentro de su cabeza, y se atrincheró con su ganado, convirtiendo sus dos prados de hierba fresca en un holocausto vacuno.
Su familia, dicen, se lo advertía: “Manuel, tienes que vender, no puedes mantener tantas vacas. ¿Para qué quieres tantas terneras, si no producen y comen?”. “Las terneras son el futuro”, contestaba siempre, antes de “ofuscarse” y ponerse a gritar, violento.
Las cosas se precipitaron a finales del año pasado. Llegaron los agentes del Seprona, y los inspectores de la Xunta de Galicia, y tras ellos una comitiva del Juzgado de Betanzos y un forense que habló de “idealización delirante” y concluyó que a Manuel tenía que verlo un psiquiatra.
Los técnicos fueron varias veces por la granja y fotografiaron el paisaje dantesco. Vacas agónicas derrumbadas junto a otras ya muertas, vacas con las ubres ensangrentadas por un hongo, vacas esqueléticas, sumidas en la inmundicia, la enfermedad y el hambre. En menos de un año calcularon en la granja de Manuel habían muerto más de 80 reses.
Tenía tantas que no podía recogerlas por las noches, y los lobos mataron bastantes. A veces, al levantarse, se encontraba alguna medio devorada pero aún viva, y tenía que sacrificarla. Otras murieron pariendo; o poco después, descalcificadas y famélicas.
Gonzalo, su hermano mayor, es ahora quien cuida las 30 vacas que dejaron en la granja de Cezar los veterinarios de la Consellería de Medio Rural el pasaso 20 de enero. Esa mañana se presentaron con una orden judicial en casa de Manuel custodiados por la Guardia Civil para llevarse todas las reses insalvables. Y el vaquero, atrapado en su delirio, intentó impedirlo. Luego huyó corriendo monte arriba y se perdió entre la arboleda.
Desde entonces, los guardias civiles lo consideran un fugitivo y lo acusan de atentado contra la autoridad. “Es un hombre inteligente que no entraba en razón y no veía cuál era su problema”, lamenta el hermano. “Siempre quiso ser ganadero, y había estudiado para eso”, pero lo suyo acabó pareciéndose demasiado a un síndrome de Noé que jamás fue diagnosticado. Desde que marchó, nacieron cinco becerros.