El estruendo se escucha a varios kilómetros a la redonda. Gritos, disparos, risotadas, silbidos, el incesante paso de los todoterrenos… y ladridos. Ladridos histéricos de más de medio centenar de perros hambrientos, que se dispersan monte arriba en busca de sus presas: principalmente jabalíes, pero también ciervos, liebres, zorros y casi cualquier animal que se ponga a tiro.
Es la primera gran montería del año en mi pueblo, un pequeño enclave manchego, y esta vez los cazadores parecen especialmente ansiosos. Llevan esperando desde febrero para poder tomar el monte y hacer de él su campo de batalla particular en este tipo de modalidad de caza.
De entre todos los tipos de caza que se dan en este olvidado rincón de España, las monterías son, de largo, las más destructivas y salvajes. Su funcionamiento es sencillo: las rehalas (compuestas por un mínimo de 16 perros) baten el territorio denominado ‘mancha’: una vasta extensión de monte previamente señalizada, que no acotada, por la que van ahuyentando a los jabalíes hasta hacerlos pasar por las llamadas ‘armadas’, compuestas por los diferentes puestos en los que los cazadores esperan para, una vez aparecen los animales, abatirlos cómodamente. Entre los asistentes a la montería hay, además de decenas de cazadores, infinidad de menores que parecen disfrutar de un espectáculo que han mamado desde la cuna.
Desde varias semanas antes de que se celebre la montería, todos los que osamos pasear por la zona somos avisados sistemáticamente de que no debemos estar ahí. “Estáis dejando rastros que nos despistan a los perros”, nos dijo uno de los cazadores, sin bajarse del todoterreno, quince días antes de la montería. Sí: daban ganas de rociar el monte entero con after-shave para ahuyentar a los animales, como ya han hecho en alguna ocasión vecinos de otros pueblos cercanos, hartos de aguantar las amenazas y la altanería típicas del cazador de la zona. Pero a veces es mejor no iniciar una guerra con un tipo que va armado hasta los dientes.
Si los días previos a una montería son duros, los posteriores son casi peores. Pasear por el monte tras una montería sirve para hacerse una perfecta idea del impacto de la batida: rastros de sangre por todas partes, amplias zonas de monte arrasadas por el paso de las comitivas, tanto motorizadas como a pie y a cuatro patas, y, sobre todo, ingentes cantidades de basura.
El problema es complejo, y va mucho más allá de las molestias ocasionadas a los paseantes. Tiene que ver con algo que importa mucho más a los humildes habitantes de estos pueblos y, en general, a todo ser humano que se precie: el dinero. Cada participante en una montería paga una cantidad que puede ir de los 150 a los 200 euros, dependiendo del tamaño del coto, que pagan los participantes, que a veces llegan al centenar. Además del dinero que recibe el dueño del coto, contratar cada rehala cuesta unos 240 euros. Y en una montería puede haber hasta diez de ellas
Más allá del dinero, está el hecho evidente de que durante una de éstas jornadas mueren decenas, centenares de animales. No sólo jabalíes o ciervos, sino cualquier otra especie salvaje que haya tenido el infortunio de pasar por allí. Muchos de los perros también fallecen o terminan malheridos, fruto de una bala perdida o de los colmillos de un jabalí acorralado tratando de defenderse de sus mordiscos.
Otros, especialmente los llamados “punteros” y encargados de seguir los rastros, se pierden en el monte a muchos kilómetros del lugar de la montería, desorientados ante los miles de rastros cruzados, y acaban muriendo de hambre, frío o atropellados. Por eso es habitual comprobar que, una vez concluye la montería, sólo una parte de los perros que salieron por la mañana vuelven en sus minúsculos remolques.
No hay ningún argumento de sostenibilidad medioambiental que se pueda esgrimir para defender la caza, aseguran las organizaciones animalistas. Los propios cazadores son los responsables de ese desequilibrio, puesto que durante décadas se ha considerado alimañas a los depredadores naturales: zorros, lobos, jinetas… y se los ha abatido impunemente.