A mí me invitaron para debatir de feminismo. No me preguntaron por mi opinión hacia el chavismo ni me animaron a posicionarme en ningún tema político. Y si el objetivo era que nos comprometiéramos con la causa, no pudieron haberlo hecho peor (June Fernández)
‘¡Chávez vive, vive! ¡La lucha sigue, sigue!’ Soy de las pocas personas en el auditorio que se resisten a levantar el puño izquierdo. Porque no soy nada mitómana y porque prefiero observar. Si estoy en ese encuentro en Caracas es, en gran medida, por curiosidad antropológica.
En noviembre de 2014 recibí una sorprendente invitación: el Ministerio de Cultura de Venezuela quería contar con Pikara Magazine para una mesa redonda titulada ‘Feminismo, Género y Poder’. La actividad se enmarcaba en el segundo encuentro de la Red de intelectuales, artistas y movimientos sociales en defensa de la humanidad, cuya existencia, hasta ese momento, desconocía. Luego me enteré de que es una iniciativa promovida por Hugo Chávez y Fidel Castro con la finalidad de vincular a personalidades de la cultura y las organizaciones sociales al proyecto bolivariano.
Asistimos 300 personas de todos tipos y pelajes: desde mandatarios (como el vicepresidente de Bolivia o el expresidente de Honduras Mel Zelaya), a periodistas, militantes de izquierda, escritoras o blogueros. Vi que había más gente del Estado español, pero no tuvieron especial protagonismo y se habló bastante más de Palestina, por ejemplo, que de Cataluña y del País Vasco.
A mí me invitaron para debatir de feminismo. No me preguntaron por mi opinión hacia el chavismo ni me animaron a posicionarme en ningún tema político. Confirmé mi asistencia seducida por un título desacomplejado y nada institucional, ‘Feminismo, género y poder’. La programación sonaba estimulante y me apetecía tanto conocer a colectivos sociales como dar a conocer Pikara. Y, por qué no, confiaba en que me sirviera para formarme una opinión propia sobre uno de los Gobiernos más atacados por la prensa española. De la misma forma que ir a Cuba me sirvió para descubrir a una izquierda crítica que no sale en los medios. No me preocupó comprometer con ello mi independencia política; participar en ese espacio no me convierte en chavista, de la misma manera que participar en un encuentro organizado por el Gobierno vasco no me convierte en peneuvista.
Y, de hecho, si el objetivo era que nos comprometiéramos con la causa, en lo que a mí respecta no pudieron haberlo hecho peor. Leo en La Marea (en el artículo en el que citan la participación de Pikara en el congreso y por el que desde eldiario.es me han pedido que cuente mi experiencia) que Anna Gabriel intervenía en la mesa en la que se hablaba de las migraciones desde una perspectiva de derechos humanos. Me hubiera encantado asistir, pero no fue posible, y aquí viene la primera crítica: la programación del evento estaba montada de forma que las actividades de mayor interés social se solapaban (los foros sobre feminismo, migraciones, pueblos indígenas, cambio climático…), mientras que las plenarias estaban orientadas al adoctrinamiento político. Asistir al discurso de Nicolás Maduro (unas cuatro horas bajo el sol sin poder salir del Cuartel de la Montaña, el recinto en el que descansan los restos de Chávez) o presenciar la inauguración de un instituto sobre el pensamiento de Hugo Chávez eran “obligatorias” (la única actividad en esa franja horaria).
Cuando volví a Managua, me desahogué en mi muro de Facebook: “Si las instituciones del Gobierno bolivariano son tan desastrosas, desconsideradas e ineptas cuando quieren impresionar y fidelizar a sus invitadxs, no me quiero imaginar cómo funcionan las cosas cuando nadie les mira”. Las actividades empezaban hasta con dos horas de retraso. Algunos días el almuerzo no llegaba hasta las 3 de la tarde (tardísimo para las costumbres latinoamericanas) y algún día ni dieron de comer a la gente. En cambio, derrocharon en refrigerios y aperitivos para engañar el hambre. Las personas de la organización (gente joven, muy amable y comprometida) aguantaron el tipo como pudieron ante tal caos logístico que habían montado sus superiores.
Y sí, viajamos en vuelos privados. En mi caso, en un ‘jet’ del Gobierno junto con las otras 7 personas centroamericanas invitadas. Yo me enteré ese mismo día; alegaron que era la solución más viable, en parte porque las malas relaciones diplomáticas con Estados Unidos y sus aliados, complicaban el uso de vuelos comerciales. En general, el derroche de recursos me escandalizó. Nos alojaron en un hotel de cinco estrellas, español para más señas y se abusó (a mi entender) de los coches oficiales y del despliegue policial.
Pero lo que llevé peor fue que nos ataran en corto. Era previsible, por otro lado: solo conocimos lo que les interesaba que conociéramos. Las interesantes visitas guiadas a comunidades dejaban un sabor agridulce por el exceso de matraca política. Nos disuadieron de ir a conocer la ciudad, no nos explicaron cómo funciona el transporte público, no previeron un método para cambiar dinero y finalmente se nos dijo que la única vía era el mercado negro (improvisado entre la propia gente del hotel y de la organización).
El ambiente en las actividades plenarias, de revolucionario tenía poco. En el debate inaugural, celebrado en una enorme sala al estilo Naciones Unidas, solo intervino un representante por cada país, la mayoría hombres mayores de 60 años muy institucionales. No hubo opción de escuchar nuevas voces, no digo ya intervenciones críticas hacia los gobiernos amigos del venezolano. En las reuniones que se hicieron para acordar el pronunciamiento final, compañeras mexicanas y cubanas que forman parte de la red me contaron que no fueron invitadas.
Los foros simultáneos en los que participé, en cambio, sí que dieron pie a debates más libres y a disidencias. En el de colectivos feministas y LGTB ocurrieron dos cosas reseñables. Por una parte, asistí a un contraste entre las organizaciones de mujeres chavistas cuyo discurso se limitaba a recordar lo feminista que era Chávez y los colectivos feministas que trabajaban desde dentro del chavismo pero interpelando al Gobierno de Maduro para que fuera más valiente en asuntos como la despenalización del aborto o la lucha contra la LGTBfobia. Confío en que calase el toque de atención que pegó una intelectual cubana: insistió en la importancia de que el movimiento feminista permaneciera independiente y crítico con el poder para que no siguiera el rumbo del cubano, concentrado en la conservadora y partidista Federación de Mujeres Cubanas.
Pero el debate se interrumpió cuando dos jóvenes gais nos contaron una terrible noticia: el asesinato de la activista lesbiana Giniveth Soto. Entre lágrimas de impotencia, hablaron de la situación de desamparo que quedaba la viuda, ya que las instituciones venezolanas no reconocían su matrimonio, registrado en Argentina. Conté en eldiario.es que este caso se convirtió en revulsivo para reclamar avances en el Proyecto de Ley del Matrimonio Civil Igualitario y para poner encima de la mesa discriminaciones hacia las familias homoparentales en programas sociales como el del acceso a la vivienda.
En definitiva, participar en ese encuentro fue una experiencia muy contradictoria. Me indigné entendiendo de cerca las consecuencias del acoso y la injerencia estadounidense. Aprendí conociendo experiencias comunitarias concretas, de teatro invisible, de muralismo, de planes de urbanismo basados en la filosofía del buen vivir. Pero mi entusiasmo se nublaba por las dosis de sectarismo, de culto al líder (condensado en el broche dorado con la mirada del “Comandante Eterno” que nos regalaron a cada participante) y de recorte de libertades que se respiraba en un foro internacionalista que busca tejer alternativas al orden neoliberal.