Presidente Hollande, ¡ha caído usted en la trampa!
Su intento de calmar a la nación amenaza la seguridad del mundo. Su opción por un vocabulario enérgico es un signo de debilidad. Hay otras formas de firmeza aparte del lenguaje bélico. Inmediatamente después de los atentados de Noruega, el primer ministro Stoltenberg pidió sin rodeos “más democracia, más apertura, más participación” (David Van Reybrouk)
La terminología tan extraordinariamente irreflexiva que usted optó por utilizar en el discurso del sábado 14 de noviembre, en el que repetía que se trataba de “un crimen de guerra” perpetrado por “un ejército terrorista”, me ha dado qué pensar. Usted dijo literalmente:
“Lo que pasó ayer en París y en Saint-Denis, cerca del Estadio de Francia, es una acción de guerra, y frente a la guerra, el país debe tomar las decisiones apropiadas. Es un acto de guerra cometido por un ejército terrorista, Daesh, un ejército de terroristas, contra Francia, contra los valores que defendemos en todo el mundo, contra lo que somos, un país libre que habla a todo el planeta. Un acto de guerra preparado, organizado, planificado desde el exterior con cómplices en el interior que la investigación descubrirá. Es un acto de barbarie absoluta”.
Suscribo totalmente la última frase, pero me siento obligado a constatar que el resto de su discurso es una preocupante repetición, casi literal, del que G. W. Bush pronunció ante el Congreso de Estados Unidos tras los atentados del 11-S: “Los enemigos de la libertad han cometido un acto de guerra contra nuestro país”.
Las consecuencias de esas palabras históricas son sabidas. Un jefe de Estado que califica un suceso de acto de guerra tiene que reaccionar y devolver el golpe. Es lo que llevó a Bush a invadir Afganistán, lo que entonces era aún admisible porque el régimen había ofrecido asilo a Al Qaeda. Luego siguió la invasión, absolutamente demente, de Irak, sin mandato de la ONU, única y exclusivamente porque EE UU imaginaba que ese país estaba en posesión de armas de destrucción masiva. Erróneamente, como se demostró después. Esa invasión condujo a una desestabilización total de la región que se prolonga hasta hoy.
La salida de las tropas estadounidenses en 2011 dejó el país en medio de un vacío de poder. Poco después, cuando en la senda de la Primavera Árabe estalló una guerra civil en el país vecino, pudimos constatar hasta qué punto la invasión estadounidense fue perniciosa. En el noroeste de un Irak desarraigado y el este de una Siria despedazada entre el Ejército gubernamental y la Free Syrian Army, se había creado un espacio donde surgió un tercer actor importante: Daesh.
En resumen, sin la estúpida invasión de Bush en Irak, jamás habría existido Daesh. Fuimos millones los que nos manifestamos contra esa guerra en 2003, la desaprobación era universal. Y teníamos razón. No porque fuéramos capaces de pronosticar el futuro, no éramos clarividentes hasta ese punto. Pero hoy somos plenamente conscientes de que lo que pasó la noche del viernes 13 de noviembre en París es una consecuencia indirecta de la retórica de guerra que su colega Bush empleó en septiembre de 2001.
Y, a pesar de ello, ¿qué hace usted? ¿Cómo reacciona usted menos de 24 horas después de los atentados? ¡Empleando la misma terminología que su homólogo estadounidense de entonces! ¡Y con el mismo tono, por dios!
Se ha tragado usted el anzuelo y lo ha hecho con los ojos bien abiertos. Se ha tragado el anzuelo, señor presidente, porque siente el aliento de halcones como Nicolas Sarkozy y Marine Le Pen quemándole la nuca. Y porque desde hace tiempo tiene fama de ser débil. Se ha tragado el anzuelo.
Se ha tragado usted el anzuelo y lo ha hecho con los ojos bien abiertos. Se ha tragado el anzuelo, señor presidente, porque siente el aliento de halcones como Nicolas Sarkozy y Marine Le Pen quemándole la nuca. Y porque desde hace tiempo tiene fama de ser débil. Se ha tragado el anzuelo.
El 6 y el 13 de diciembre habrá elecciones en Francia, no son más que unas elecciones regionales, pero tras estos atentados se focalizarán en la seguridad nacional, no cabe duda. Se ha tragado el anzuelo a pies juntillas, porque ha hecho, literalmente, lo que los terroristas esperaban de usted: una declaración de guerra. Ha aceptado su invitación a la yihad con entusiasmo. Pero esta respuesta, que usted quería que fuera firme, nos hace correr el monstruoso riesgo de acelerar aún más la espiral de violencia. No la considero juiciosa.
Usted habla de un “Ejército terrorista”. Para empezar, tal cosa no existe. Es una ‘contradictio in terminis‘. Un ‘ejército terrorista’ es lo mismo que hacer un régimen bulímico. Los países y los grupos pueden tener ejércitos; si no logran formarlos, pueden optar por el terrorismo, es decir, por acciones puntuales cuyo impacto psicológico es máximo, en lugar de por un despliegue de fuerzas militares con ambiciones geopolíticas.
¿Un ejército, dice usted? Seamos claros: hasta el momento ignoramos si los autores de los atentados son combatientes sirios retornados o enviados. No sabemos si los atentados han sido urdidos en el califato, o en los suburbios y ‘barrios’ europeos. Y aunque algunos indicios dan a entender que se trata de un plan global procedente de Siria (la casi simultaneidad del atentado suicida del Líbano y del eventual ataque de un avión ruso), es obligado constatar que el comunicado de Daesh fue muy tardío y no contiene más elementos que los que circulaban ya en Internet. ¿Se trata de una cuestión de coordinación o de oportunismo?
Por lo que se sabe, podría tratarse de unos individuos descontrolados, en su mayoría ciudadanos franceses, que han vuelto de Siria, donde han aprendido a manejar armas y explosivos, se han sumergido en una ideología totalitaria, criptoteológica, y se han familiarizado con operaciones militares. Se han convertido en monstruos. Eso es lo que son, pero no un ejército.
El comunicado de Daesh alababa los “lugares cuidadosamente elegidos” de los atentados; sus propios servicios de información, señor presidente, subrayaban el profesionalismo de los autores: señalemos que, en este aspecto, hablan la misma lengua. ¿Pero cuál es la realidad? Los tres hombres que fueron al Estadio de Francia donde usted asistía a un partido amistoso de fútbol contra Alemania parecen más bien amateurs. Querían sin duda entrar en el recinto para cometer un atentado contra usted, es muy posible. Pero el que se hace volar cerca de un McDonald’s y se lleva a una víctima por delante es un terrorista pésimo. El que causa cuatro muertes con tres atentados suicidas, cuando un poco más tarde una masa humana de 80.000 personas iba a salir del recinto, es un inútil. El que quiere diezmar al público de una sala de espectáculos con cuatro cómplices y no bloquea la puerta de salida no es un genio de la estrategia. El que se mete en un coche y ametralla a ciudadanos, inocentes y desarmados, sentados en terrazas, no es un militar, formado en táctica, sino un cobarde, un cerdo, un individuo totalmente pervertido que ha unido su suerte a la de otros individuos de la misma calaña. Una jauría de lobos solitarios. Eso también existe.
Su análisis del “ejercito terrorista”, señor presidente, no es concluyente. El término que ha utilizado, “acto de guerra”, es enormemente tendencioso, aunque esa retórica bélica la hayan recogido, sin pudor, Mark Rutte en Holanda y Jan Jambon en Bélgica. Su intento de calmar a la nación amenaza la seguridad del mundo. Su opción por un vocabulario enérgico es un signo de debilidad.
Hay otras formas de firmeza aparte del lenguaje bélico. Inmediatamente después de los atentados de Noruega, el primer ministro Stoltenberg pidió sin rodeos “más democracia, más apertura, más participación”. Su discurso, señor presidente, menciona la libertad. Podría también haber mencionado los otros dos valores de la República Francesa: igualdad y fraternidad. Me parece que en estos momentos necesitamos algo más que su dudosa retórica de guerra.