David Bowie: una lección de sabiduría escénica en su muerte
Nunca agradeceremos lo suficiente a David Bowie la inteligente lección que nos ha propinado con la puesta en escena de su muerte. A estas alturas del negocio del entretenimiento popular van quedando pocas acciones capaces de asombrar o sorprender. Si resulta patético ver a Miley Cirus vestirse de vedette del teatro de Manolita Chen para tratar de epatar a los progenitores del mundo Disney, no queda más que reconocer la profunda honestidad del lema ese de que el espectáculo debe continuar.
El show must go on que se ha marcado Bowie con su muerte corona la trayectoria profesional de alguien que supo encarnar las ambigüedades del oficio. Desde muy temprano entendió que no bastaba con ser cantante, había que ser personaje y estética, multifuncional y disfuncional, transgresión y autoridad, popular e íntimo, que el único argumento es el escenario.
Las exposiciones en museos que coronaron la trayectoria artística de Bowie fueron un reconocimiento a la rotura de límites. Un concierto se quedaba canijo, un disco era una tarjeta de visita, no más. Alguien que decantaba unos tiempos líquidos en su botella de esencias, con posturas que duraban lo que dura ya todo, convirtiendo las tradicionales rupturas generacionales en tendencias, demostraba saber leer la aceleración del tiempo actual y colmaba la aspiración de vivir varias vidas, ese anhelo tan de hoy, aunque fuera por medio de poses sucesivas. Bowie fue un sabio pragmático de su tiempo, actor principal de la ficción que encarnó, capaz incluso de robarle al nazismo el uniforme y el saludo para su mascarada musical, porque entendió que todo era mercadillo y reciclable.
Al morir David Bowie, tras dedicar los últimos meses a la fabricación de un mutis audiovisual, sincronizando lanzamiento de disco, cumpleaños y defunción, nos ha dado otra lección de tempo y sabiduría escénica. Lazarus fue su último evento musical, en el que inspiración y expiración se funden con existencialismo de postal y reciclado de mitos religiosos, todo ello puesto a bailar por un hombre que sale y vuelve adentro del armario, porque no hay otro camino, es this way or no way.
Rendido a lo efímero del tiempo individual, rendido a la enfermedad, pero sin renunciar a la estética de una cama solitaria de hospital en versión de decorado de videoclip, David Bowie se despide con un guiño, y un guiñol, que nos explica que la broma es lo único serio y que, finalmente, después de darle muchas vueltas a todo, no queda otra cosa que hacer lo que sabemos hacer, aunque solo sea una canción más, por lejos que quede de la mejor canción que hicimos nunca.
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