La jugada, en este caso, consiste en hacerle un lavado de cara feminista a políticas represivas de corte fascista y racista: alimentar la xenofobia para defender a “nuestras mujeres”, de pronto amenazadas por esa masa de machos violentos que vienen de más allá de nuestras paradisíacas fronteras (Brigitte Vasallo)
Los medios de comunicación se han volcado en informar sobre una “ola” de violaciones en Colonia, Alemania. ¿Qué tiene este caso de especial? ¿Alzamos ya las copas para celebrar que ¡por fin! los medios dan la importancia que merece a las agresiones en entornos de fiesta? ¿Que por fin la violencia sexual es una cuestión de Estado? ¿O estamos ante un caso típico de ‘purplewashing’, donde las luchas de las mujeres se utilizan para criminalizar a segmentos de la población y aplicar políticas racistas?
La noticia de mil de hombres organizados para robar y violar a mujeres en Colonia durante la celebración de la Nochevieja ha saltado los periódicos. Mil hombres que, a medida que transcurren las horas, van tomando forma de “árabes o norteafricanos” y cuyo fantasma ha ido azuzando el racismo y la xenofobia de la población blanca, ahora bajo una “nueva dimensión de la delincuencia”, como han titulado algunos medios. La noticia ha tenido una inusitada repercusión en los espacios de comunicación convencionales, siempre reacios a nombrar como tal la violencia de género. “Indignación en Alemania por la ola de agresiones a mujeres en Nochevieja”, titulaba El País, o “Conmoción en Colonia por la ola de agresiones sexuales en Nochevieja”, en El Mundo, por citar algunos.
Sobre este caso hay un baile de cifras que arriesga a desviar el debate de donde realmente hace daño. No dudo que en los próximos días los mil hombres iniciales se rebajen a unos cuantos, como tampoco dudo que las 90 denuncias presentadas son completamente reales. Mil, noventa o cinco no cambia el hecho de que hubo agresiones y de que es escandaloso que se sigan produciendo. Y las hubo, sin duda alguna; para que no las haya es necesario establecer un protocolo específico y hacer un esfuerzo colectivo. Y aún así, se siguen produciendo, como bien sabe cualquiera que haya organizado eventos con mirada de género. Tampoco dudo que sigan apareciendo denuncias, cuando en este caso, por fin, se ha creado un ambiente receptivo en el sistema policial y judicial a las denuncias por tocamientos, algo generalmente impensable y que debería ser la norma.
Lo específico de este caso es que ha puesto el foco en el origen supuesto de los agresores. Norteafricanos. Extranjeros. Incluso hay medios que apuntan a que eran refugiados, así, directamente. Bajemos las copas, pues, porque el acento puesto en esa particularidad es extremadamente preocupante. Y es una trampa. Europa no se ha vuelto feminista con el Año Nuevo, sino que sigue siendo tan racista como siempre. Porque lo que tienen en común las agresiones sexuales en espacios de fiesta, todas, las que suceden en Colonia, en Cairo o en Barcelona, no es el origen o el color de los agresores, sino la construcción que les permite pensar a estos hombres que la agresión puede formar parte de su sexualidad. Los agresores no son blancos o negros, cristianos o musulmanes: son hombres construidos en la masculinidad hegemónica. Sin más. Ni menos.
Esta lectura que propongo, claro, no contará con el aplauso de la extrema derecha, de la derechona tradicional y del machismo de izquierdas, que se han vuelto feministas por un rato para denunciar la violencia que vivimos cada día las y los que somos leídos como violables (con el masculino que incluye también a hombres trans, a niños y a homosexuales). Y, sin embargo, es la lectura que nos permite plantarnos, como feministas, contra el racismo y seguir exigiendo medidas contundentes contra estas agresiones.
De la cultura de la violación, desgraciadamente, no se libra nadie. Ni los norteafricanos. Todos los hombres del mundo globalizado, desde que nacen, son alentados a violar. Todos los que crecen con el cine mainstream, los que tienen conexión a internet, los que tienen como única educación sexual los manuales de biología y el porno online más chusco. Todos los que han crecido en sociedades patriarcales donde la demostración de la masculinidad pasa por una sexualización agresiva y conquistadora. Todos son incitados a violar de una u otra manera, con violencia, por insistencia, o por cansancio, todos aprenden que un “no” es un tal vez, que tocarle el culo a una chavala en el autobús sale gratis y que si te pones caliente tienes derecho a exigir tu recompensa. Que “robar un beso”, es decir, besar a alguien en contra de su voluntad, es un acto romántico y pedir permiso es símbolo de debilidad (y le quita el morbo al asunto).
Que todos sean incitados a violar, claro, no quiere decir que todos violen. Porque los hay que resisten a toda esa mierda, los hay que se deconstruyen, y los hay que, simplemente, no quieren ser machos así. Y todos estos saben de las violencias que supone resistir a lo hegemónico. Porque lo que se premia es violar, no lo contrario.
El terror renovado que produce la idea de hordas de señores venidos de fuera dispuestos a violarnos a la primera de cambio es una trampa de la cultura de la violación, que ha logrado naturalizar que, realmente, cada vez que salimos de fiesta hay hordas de chavales programados para esperar que estemos lo bastante borrachas como para dejarnos follar sin consentimiento alguno. Que cuando denunciamos una violación se busca primero en nosotras la causa de los sucedido (que si la ropa que llevamos, que si nos habíamos drogado, que si habíamos tonteado con el violador). Generar el terror en los otros hace que pensemos que esa amenaza no existe más allá de los otros. Que no vivimos en esa amenaza constantemente.
Si la caverna se ha encabritado esta vez, es porque son otros los que nos violan. Y a nosotras solo tienen derecho a violarnos nuestros hombres. La cultura de la violación está en plena salud, y cualquier intento de denunciarla genera una enorme violencia. Así, mil hombres agrediendo a mujeres en una noche de fiesta no es una nueva dimensión de la delincuencia: es la misma dimensión de siempre.
La jugada, en este caso, se llama purplewashing: hacerle un lavado de cara feminista a políticas represivas de corte fascista y racista. Alimentar la xenofobia para defender a “nuestras mujeres” a “nuestros homosexuales”, “a nuestras personas trans”, de pronto amenazadas por esa masa de machos violentos y LGTBI-fóbicos que vienen de más allá de nuestras paradisíacas fronteras. Cuando hace apenas una semana del asesinato de Alan por parte de compañeros y compañeras acosadoras de un instituto de Barcelona con el beneplácito de todo el entorno silencioso, no podemos permitir que se use nuestro nombre en vano. No son ellos: somos todos.
El racismo y la xenofobia que quiere encender la caverna apunta y criminaliza a toda una franja de población, también mujeres, hombres homosexuales, personas trans y de hombres que reniegan de esas construcciones hegemónicas, un sinfín de identidades que son nuestras aliadas, y que sufren en su día a día la violencia de la masculinidad guerrera, de la masculinidad violenta, del macho conquistador. Desviar la atención de las agresiones sexuales hacia el color, el origen, la clase o la religión del agresor solo hace obviar la cruda realidad: que las agresiones sexuales son sistémicas, y es el sistema el que hay que cambiar. Por entero. Y eso a la caverna ya no le hace tanta gracia.
Tan inútil será el feminismo que no atienda a opresión de raza, como una lucha antirracista que no atienda al género. Precisamente porque se está utilizando el género para alimentar el racismo, y el racismo para alimentar el machismo más casposo. Porque son parte del mismo desastre, necesitamos alianzas urgentes para parar esto con todos los brazos, todos los gritos y todos los cuerpos posibles. Para que denunciar las violaciones no se utilice para construir racismo, para que podamos denunciar siempre, para que siempre salga en los periódicos, para que siempre los alcaldes y las alcaldesas tomen medidas de urgencia. Para que esas medidas apunten a donde tienen que apuntar: ni la clase, ni la raza, ni el origen. Sino a la construcción de la masculinidad guerrera, conquistadora y violadora.