Artur Mas, entre pijo de club náutico y burócrata con tupé
He aquí a un funcionario al borde del abismo, a un burócrata desmelenado, a un contable servicial al que la demencia colectiva le está obligando a soplar las nubes y a soñar tortillas… (Manuel Vicent)
Todo en orden y en su sitio, el tupé, la mandíbula bruñida con Agua Brava, la nariz recta en línea con la corbata, la raya del pantalón planchada, el traje entonado en grises oscuros, los zapatos tal vez con dos borlitas saltando sobre el empeine hechos a cualquier clase de moquetas burocráticas, así aparece Artur Mas cruzando un patio gótico cada mañana con una cartera en la mano camino de su despacho de President de la Generalitat. Pero su imagen te lleva también a imaginar que podría dirigirse igualmente a unos grandes almacenes donde es ese jefe de la planta de caballeros que se acerca al cliente dubitativo y le pregunta: ¿Le puedo ayudar en algo?
Su aspecto de correcto funcionario no inspiraría en absoluto a Delacroix como personaje principal, héroe romántico y despechugado, de su cuadro La libertad guiando al pueblo, pero se trata de dilucidar por qué en el cerebro de este burócrata, antaño lleno de buen sentido, se ha generado ahora esa turbulenta espiral política por la independencia de Cataluña, que amenaza con reventarle las costuras de su traje tan bien cortado.
Artur Mas es un vástago, el mayor de cuatro hermanos, de una familia del textil con ramificaciones en la metalurgia, que cumplía con todos los ritos de un nacionalismo burgués bien pensante acostumbrado a cubrir sus chanchullos financieros bajo una capa de cortesía, orden y buenas maneras. Tortel después de misa los domingos, palco en el liceo, tenis en Pedralbes y luego veraneo en Fornells de Menorca, velero en el club náutico de Platja d’Aro con aperitivos y sobremesas en el círculo de familias conocidas y amigos de toda la vida, una pijería catalana impenetrable para cualquier charnego.
Después de estudiar en el Liceo Francés y en el Aula Escuela Europea, Arturito Mas se licenció en Económicas en la Universidad de Barcelona para dedicarse a empresas del sector privado familiar y guiado por un par de cocodrilos, Prenafeta y Macià Alavedra, no se ahorró ningún fracaso. Al parecer no era lo suyo, pero metido en el negocio peletero de Tipel y luego en La Seda de Barcelona, su órbita mercantil y la del hijo mayor de Jordi Pujol, hoy coronado de pufos, entraron en contacto y de ahí vino que un día Arturito Mas aterrizara suavemente hasta sentarse a la mesa familiar del President de la Generalitat para tomar una escudilla y carn d’olla donde nuestro hombre ejercería, sin duda, todo su encanto. ¿Oi que és maco i llest aquest noi? ¿Verdad que es guapo y listo este chico?, diría Marta Ferrusola. Y encima, dato importante, su alzada era pareja a la de su marido.
Sin duda, no habría sido nombrado heredero si hubiera medido un metro noventa de estatura. En efecto, Arturito, en adelante Artur, era un tipo listo, ordenado, medido, ambicioso, trabajador, voluntarioso y obediente, virtudes menores que pueden convertir a cualquiera en un alto funcionario, pero nunca en un aventurero dispuesto a lanzarse al vacío. A partir de entonces Artur Más fue absorbido por Jordi Pujol Soley y dentro ya de la política catalana recorrió todas las alfombras hasta convertirse en el heredero del gran patrón y alcanzar la presidencia de la Generalitat.
Pero he aquí que debajo de los zapatos de tafilete de este hombre correcto y funcionarial, hecho a la balanza de tendero, comenzó a temblar el suelo de Cataluña apenas iniciada su legislatura. Primero fue el rechazo por el Tribunal Constitucional del Estatut que había aprobado el Parlament y el pueblo catalán en referéndum. El PP había desplegado mesas petitorias por toda España en una campaña en contra y este hecho fue considerado una afrenta a Cataluña que desencadenó una sucesión de tormentas que no ha cesado. Diadas cada año más enardecidas hasta alcanzar un millón de banderas esteladas en la calle; el Nou Camp convertido en una olla de gritos de independencia en cada partido; el nivel de corrupción que ya inundaba a toda Convergència, un volcán que no paraba de echar lava, el 3% de la coima empresarial, la confesión del padre de la patria, Jordi Pujol, declarándose delincuente fiscal, todo un gancho en la mandíbula cuadrada de Artur Mas que lo dejó zombi en la lona del cuadrilátero.
Desde el fondo del fervor independentista surgió, de pronto, una mujer abanderada, Carme Forcadell, la versión catalana del cuadro La libertad guiando al pueblo, en este caso hacia un horizonte que es un cul de sac de la historia, y al mismo tiempo sobre la cabeza de Artur Mas comenzó a proyectarse la ofuscada luz de esa máquina de silogismos escolásticos, Oriol Junqueras, como el sueño imperturbable de la razón que engendra monstruos y a todo esto Mariano Rajoy, como un Don Tancredo enharinado, que le ponía de los nervios con su galbana.
Y si un día Artur Mas tuvo que llegar al Parlament en helicóptero porque el edificio estaba rodeado por los jóvenes airados antisistema de la CUP, esos mismos rompe huevos le tienen ahora bloqueado con solo diez votos su futuro político como presidente. Puede que aquella sonrisa de conejo que produjo Mas en el palco del Nou Camp mientras todo el público silbaba al Rey y al himno nacional fuera el principio de la locura que lo envuelve en un oxímoron maldito.
He aquí a un funcionario al borde del abismo, a un burócrata desmelenado, a un contable servicial al que la demencia colectiva le está obligando a soplar las nubes y a soñar tortillas. Puede que Artur Mas en el fondo no sea más que aquel pijo de club náutico, lleno de argucias de seductor, que está viendo ahora con horror cómo la locura independentista, que su ambición y torpeza han propiciado, le está deshaciendo el tupé, la raya del pantalón y el nudo de la corbata.