Nacionalismos con Estado o sin Estado: esa es la cuestión
Todo discurso nacionalista busca la inefabilidad, intenta situarse, como las religiones, en el plano en que el fundamento del discurso no es susceptible de crítica: la voluntad de Dios o la esencia de la patria (Josep Ramoneda)
Ramón Vargas Machuca atribuía el “disparate” en que estamos metidos, entre otras circunstancias, a “una conciencia nacional escindida y vergonzante que los españoles arrastramos desde el final de la experiencia colonial”. Y acto seguido denunciaba en Cataluña “la concienzuda labor de los misioneros del credo nacionalista y un formidable ejercicio de hegemonía que por su eficacia asombraría al mismo Gramsci”. Es decir, en un mismo párrafo, lo que Vargas Machuca echa de menos en España (una conciencia nacional unificada y orgullosa) le parece horroroso que pueda darse en Cataluña.
Éste es el punto que me desconcierta siempre del discurso crítico con el soberanismo catalán: lo que se presenta como algo ominoso en Cataluña, es lo mismo que parece normal si se trata de España: la hegemonía ideológica del nacionalismo. De lo que se deduce que en algo tienen razón los independentistas: la cuestión está en el Estado. Lo que se considera inadmisible en el nacionalismo sin Estado, resulta perfectamente natural en el nacionalismo con Estado. Si Cataluña lo tuviera nadie objetaría la hegemonía nacionalista.
¿Alguien puede pensar que el nacionalismo francés, quizás el más reconocido de los que rigen en Europa, no fue el fruto de un apabullante proceso de hegemonía? Hay dos varas de medir el nacionalismo: según tengan Estado o según no tengan Estado. En realidad, el nacionalismo de los que no tienen estado es subversivo porque pone en evidencia al nacionalismo de los que lo tienen y amenaza su poder. Esto es lo que indigna.
Comparto muchas de las críticas al nacionalismo. Todo discurso nacionalista busca la inefabilidad, intenta situarse, como las religiones, en el plano en que el fundamento del discurso no es susceptible de crítica: la voluntad de Dios o la esencia de la patria. La realización de la nación está por encima de cualquier otra consideración. Ya vendrá el momento de las discrepancias ideológicas, decía Artur Mas en TV3. Como si el independentismo no fuera una ideología, como si fuera de una naturaleza superior. Independentismo y nacionalismo son ideologías como las demás. Y tienen, como todas, una acrisolada tendencia a imponerse hegemónicamente en la sociedad.
La historia de Europa desde 1979 ha sido el proceso de construcción de una hegemonía neoliberal-conservadora en la sociedad que determina por completo las políticas vigentes. ¿Vamos a descubrir ahora que la lucha por el poder político es inseparable de la lucha por la capacidad normativa sobre la sociedad? Toda ideología es susceptible de crítica, y el nacionalismo (como las religiones) no pueden en una sociedad libre pretender escapar a ella, pero esto vale para todos, no sólo para los nacionalismos sin Estado.
Y cuando PP, PSOE y Ciudadanos coinciden en una de las llamadas líneas rojas: ninguna concesión al soberanismo catalán, ¿hay alguna duda del carácter hegemónico del nacionalismo español como ideología de defensa de la unidad del Estado, es decir, de un determinado reparto del poder?
Hay detalles que escapan al monótono discurso antinacionalista. Primero, la presunta hegemonía del soberanismo en Cataluña tiene mucho de mito. Si ‘el ejercicio de hegemonía’ hubiese sido tan eficaz, en este momento el independentismo no se estaría peleando por la investidura porque dispondría de una amplísima mayoría absoluta. Se olvida, por ejemplo, que la audiencia de TV3 está en torno a un 13 %, es decir, que la abrumadora mayoría está en manos de las cadenas españolas y que sólo dos de los diarios que se publican en Barcelona pueden situarse en el área independentista. Solamente en la radio el soberanismo podría considerarse hegemónico.
Segundo, fenómenos como el renacimiento del independentismo catalán no son ajenos a la lógica de la globalización, no sólo porque las redes sociales lo primero que refuerzan son las relaciones más próximas, sino porque frente a la entelequia de la comunidad global, es en el ámbito más local dónde, para bien y para mal, aparecen nuevas vías de creación de espacios comunitarios.
Tercero, si el nacionalismo sin Estado es pernicioso y el nacionalismo con Estado es un marco natural de convivencia, ¿no será el Estado propio la mejor forma de acabar con el nacionalismo malo? La doble vara de medir de cierta crítica del nacionalismo, en el fondo, es un argumento a favor de la independencia.
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