Lo que late en el trasfondo de esta tragedia española es un histerismo masculino que no soporta otro destino para la mujer que el del ‘ángel del hogar’. Da la impresión de que ante este siniestro total se responde con rituales de duelo y poco más (Manuel Rivas)
Las intervenciones más emotivas durante la pasada campaña fueron las sucesivas declaraciones de los líderes para atajar la violencia de género. Es decir, feminicidio, terrorismo doméstico. Todos los problemas políticos son, en el fondo, problemas culturales y morales. Esto lo repetía con mucha intención desde el exilio el gran Max Aub. Y en eso estamos respecto a los crímenes contra las mujeres. En un problema cultural. Y en una forma de “exilio”: la de las mujeres en esta sociedad del riesgo.
Si cuando Ana Pastor planteó en el debate con más audiencia, ante más de nueve millones de personas, el más grave de los problemas, porque afecta al menos a la mitad de la población, mujeres en peligro por el hecho de ser mujeres, la reacción de todos, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Albert Rivera y Soraya Sáenz de Santamaría, como sustituta de Rajoy, fue de una esperanzadora y a la vez desesperante vehemencia. Se acabó. Ni una mujer menos. Acabar con este estado de barbarie, con este reloj que cada día marca cientos de agresiones y, cada cuatro días, un asesinato de mujer por ser mujer, un feminicidio.
Podíamos estar medianamente satisfechos con tan emotivas reacciones. Pues no. Yo me quedé asombrado, en estado de estupor, ante algunas de las “sentidas” respuestas.
Una de ellas consistió en un llamamiento a las adolescentes para que no se dejasen controlar por sus compañeros o novios. Que no permitiesen que les vigilasen los móviles. Esos mismos labios, oídme, decían, habían justificado la eliminación en la enseñanza de la única asignatura en la que se trataba el problema de la violencia de género y se educaba para afrontarla: la Educación para la Ciudadanía. En vez de educar a niños y jóvenes en la igualdad, y liberarlos de las típicas taras, se les entregó como una concesión particular al sector reaccionario del nacionalcatolicismo.
Todos los candidatos, futuros gobernantes, coincidían en el remedio para una solución real a esa criminalidad endémica: educación, educación, educación. Sí, educación.
Adelante, pues. No esperen ni un segundo para restablecer en toda la enseñanza, pública y privada, lo ahora substraído: el conocimiento de los derechos y deberes de la ciudadanía. También la memoria, es decir, yendo a la raíz y estableciendo las causas de este mal de aire, el maltrato endémico hacia la mujer. Saber de dónde viene esta peste, esta misoginia, esta discriminación y violencia que se pega al presente como una garrapata histórica.
Pero da la impresión de que ante este siniestro total se responde con rituales de duelo y poco más. La desolación no es una consolación.
Recuerdo de niño, en la escuela, que nos llevaron a un acto para celebrar el Día del Árbol. Éramos cientos de estudiantes obligados a permanecer inmóviles durante horas, en la disciplina de las filas. Escuchamos varios discursos sobre la importancia de los árboles. Pero allí no había ningún árbol. No se plantó ni uno. Tal vez los árboles éramos nosotros. Con el sol calentando la cabeza, sentí que me salía una rama de cerezo por la oreja. Aquel día quedé vacunado contra la retórica.
Algo así está ocurriendo con el drama de la violencia machista en España. Mientras se suceden los crímenes, muchos lamentos a las puertas de las instituciones. Pero no se plantan árboles.
Y algo muy importante: el feminismo sigue siendo despreciado o ridiculizado por columnistas émulos de aquel Pascual Santacruz que publicó en La España Moderna (¡madre mía!) un artefacto titulado ‘El siglo de los marimachos’. Advertía del peligro de las mujeres emancipadas, que convertirán a “nuestras bellas compañeras” en unos “seres incatalogables en los casilleros de la zoología”.
A las mujeres díscolas las vilipendiaban como histéricas. Pero lo que late en el trasfondo de esta tragedia española es un histerismo masculino, que no soporta otro destino para la mujer que el del “ángel del hogar”. La mujer libre, como dice el narrador de Memorias de un solterón, de Emilia Pardo Bazán, es el “insolente marimacho”. A la propia Emilia la caracterizaron así muchos de los intelectuales contemporáneos. Unamuno le reconocía su gran talento, en cuanto “masculinismo” y no “feminismo”. Él, como tantos otros, aceptaba el activismo feminista, siempre que no fuera español: “El tipo de la mujer fuerte y libre norteamericana no ha llegado aún a nuestros países”.
–Pero, hombre, ¡vivimos otros tiempos!
Menos de lo que se aparenta. El histerismo masculino sigue campante en muchos gallos de la intelectualidad española.
No son solo las mujeres las que tienen que ser feministas. También los hombres. Y los valores de la sociedad. Será la única forma de acabar con esta tara.