Ya
se sabe lo que sucede cuando se cree que el progreso y la felicidad
llegan de la mano de los grandes conglomerados empresariales europeos y
norteamericanos. Que millones de personas se quedan sin progreso y sin
felicidad (Soledad Gallego-Díaz)
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Ilustración, Marcin Sacha |
¿Qué
pretende el futuro Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y la
Unión Europea, conocido por sus siglas inglesas TTIP? Desde luego, no se
trata de eliminar unas cuantas barreras aduaneras o de facilitar unos
cuantos trámites fronterizos, impulsando a las pymes, como se ha
intentado tontamente vender a la opinión pública europea y
norteamericana: de eso se ha encargado siempre la Organización Mundial
de Comercio, la OMC, un organismo multinacional en el que las grandes
potencias no tienen derecho de veto.
El TTIP es mucho más un
intento geopolítico de convertir a Estados Unidos y a la Unión Europea
en un único bloque comercial, con la vista puesta en la emergencia de
los países BRIC (China, India, Brasil y Rusia). ¿Es una buena o una mala
idea? Cualquier libro de historia demuestra que el comercio no es un
elemento neutral en las relaciones entre bloques y países, sino que
forma parte esencial de la política internacional.
Un bloque
EE.UU./UE, con el control de una parte formidable del comercio mundial,
sería un negociador potentísimo frente a cualquier otro interlocutor,
como los BRIC, unidos o separados, o, incluso, frente a una eventual
alianza del Pacífico entre Estados Unidos y sus socios asiáticos. Pero
los libros de historia demuestran también que es muy fácil
malinterpretar las intenciones ajenas y que la formación de un bloque
comercial del tamaño de Estados Unidos y la Unión Europea, juntos, puede
despertar reflejos y temores indeseados.
Para eso, para
controles geoestratégicos, no sirve la OMC. Para colmo, la Organización
Mundial del Comercio ha permanecido en coma durante años, precisamente
por la imposibilidad de imponer acuerdos a los países BRIC, en plena
etapa desarrollista. La última Ronda de liberalización, la famosa Ronda
de Doha, que se abrió en 2001, ha estado a punto de declarar el
fallecimiento de la OMC. En el último minuto se consiguió enchufarle
algo de oxigeno con los llamados Acuerdos de Bali, en 2013. Pero esos
acuerdos son simplemente una fe de vida, es decir, lo contrario al
certificado de defunción, y no dan respuesta a las grandes preguntas del
domino mundial.
Esas respuestas están presentes mucho más en el
TTIP. Si la voluntad del nuevo Tratado es afianzar el poder
geoestratégico de Estados Unidos y de Europa frente a la creciente
incertidumbre mundial, ¿por qué existe una resistencia tan grande a
ambos lados del Atlántico? Porque en el camino, en la formulación
concreta de ese Tratado, se están fijando condiciones estrictamente
liberales, que quedarán grabadas a fuego y por encima de las
legislaciones nacionales, y porque pretende imponer la segunda y
definitiva globalización, no de las redes comerciales, sino de un modelo
político determinado.
Si no hubiera habido la crisis económica
de 2008, quizás el TTIP hubiera pasado desapercibido, como pasaron las
leyes que desregularon los mercados financieros, pero la negociación ha
arrancado cuando los efectos de esa crisis son todavía muy palpables
para las opiniones públicas europea y norteamericana y, en el caso de la
Unión Europea, cuando ni tan siquiera se ha podido dar por cerrada la
Depresión. Y, sobre todo, cuando dentro de esas opiniones públicas se ha
empezado ya a atribuir responsabilidades y a desconfiar nuevamente de
la sacralización del sistema.
Por eso las negociaciones del TTIP
están sufriendo tantos contratiempos. Los problemas no surgen solo en la
Unión Europea, como podría parecer. En Estados Unidos hay también una
corriente crítica, sobre todo entre los demócratas. Elisabeth Warren, la
senadora que mejor representa el sector de la izquierda, escribió hace
poco contra la “idea de dar a las Corporaciones derechos especiales para
desafiar nuestras leyes y hacerlo además fuera de nuestro propio
sistema legal”. La misma posición fue expresada por cien juristas
norteamericanos que firmaron un llamamiento contra la existencia de
mecanismos de arbitraje: “Los ISDS (mecanismos de arbitraje) garantizan
a las corporaciones extranjeras un privilegio legal especial, el
derecho a iniciar una procedimiento de arreglo de disputas contra
políticas y acciones de un gobierno que aleguen que provoca una pérdida
de ganancias o beneficios para esas Corporaciones... Esas prácticas
socavarían la soberanía nacional y debilitarían el imperio de la ley al
conceder a las corporaciones derechos legales especiales”.
¿De
qué se habla cuando se alude a los “mecanismos de arbitraje” o
“tribunales privados”? Como muy bien explica la Comisión Europea, en el
mundo existen actualmente dos maneras de resolver conflictos entre
empresas multinacionales o extranjeras y Estados. El primero establece
que serán los tribunales normales del país en cuestión los que
examinarán la demanda. Obviamente, eso implica confianza en el sistema
legal y en el respeto a la ley del país demandado, y es el que se aplica
hasta ahora en la mayoría de los países altamente desarrollados y
democráticos del mundo. Un segundo sistema, que funciona sobre todo en
acuerdos comerciales con países con sistemas judiciales más endebles,
establece la creación de ISDS, sistemas de arbitraje privados.
Es
decir, los gobiernos aceptan que, en caso de duda, las empresas
demanden ante un organismo que no depende de ningún Estado sino que está
formado por abogados privados, especialistas en comercio internacional,
previamente designados. En el primer caso, las empresas se quejan de
que los tribunales de los países demandados por ellas pueden estar
inclinados a favor de sus gobiernos; en el segundo, los gobiernos se
quejan de que no pueden formular libremente sus políticas ni legislar en
interés público.
En el caso del TTIP, quedó pronto claro que ni
Estados Unidos ni la Unión Europea podían admitir que se trate a sus
sistemas judiciales como si fueran endebles o sospechosos, es decir que
no podría acordarse un sistema ISDS puro, como pedían los conglomerados
empresariales de los dos lados del Atlántico. La Comisión pensó entonces
en un Tribunal Internacional de Inversiones, cuya composición no
aclaraba. Poco después, ofreció otra salida: un tribunal integrado por
siete jueces (dos, norteamericanos; dos, europeos, y tres de otras
nacionalidades) que solo trataría asuntos relacionados con el TTIP.
Finalmente,
el grupo socialista, que había acordado inicialmente oponerse a
cualquier tipo de ISDS, propuso un nuevo y complicado camino: se hablaba
del reconocimiento de “la competencia de los Tribunales Nacionales”,
pero se planteaba un nuevo “modelo de protección jurídica de inversores,
administrado por jueces de carrera independientes, elegidos
públicamente”, lo que sonaba finalmente a un nuevo tipo de Tribunal
Internacional especial para el TTIP.
Lo que suceda en el
Parlamento Europeo será básico, porque en la Unión Europea puede
convertirse en el único Parlamento en el que realmente se discuta el
TTIP, ya que la Comisión pretende que, una vez que se llegue a un
acuerdo, el texto entero sea sometido a un 'sí' o un 'no' de los
parlamentos nacionales, una opción que impide cualquier debate serio y
deja a los parlamentarios nacionales entre la espada y la pared.
No
se trata únicamente de si los conglomerados empresariales van a tener
derecho a un tribunal especial. El TTIP modificará también, quizás no
inmediatamente pero sí a medio plazo, derechos laborales, la seguridad
de los consumidores y la protección medioambiental en los países de la
Unión Europea. Es verdad que el Tratado puede influir también en el
sentido de mejorar la protección laboral de los trabajadores
norteamericanos (si finalmente se incluye alguna mención a las normas de
la Organización Internacional del Trabajo, OIT) pero, en la práctica,
es más probable que la homologación de normas y regulaciones entre
Estados Unidos y la Unión Europea termine debilitando derechos ya
asentados en Europa.
¿Conviene que Estados Unidos y la Unión
Europea intenten mejorar conjuntamente su posición geoestratégica?
Seguramente, pero depende de la manera y del precio a pagar. Por el
momento, y afortunadamente para nosotros, el modelo de la Unión Europea
es muy diferente al de Estados Unidos y ha dado lugar a una red de
protección y seguridad social que no es equiparable con la de ninguna
otra parte del mundo.
El TTIP puede encerrar todos los elementos
necesarios para reducir esas diferencias, incluso para arrancarlas de
cuajo. Y ya se sabe lo que sucede cuando se cree que el progreso y la
felicidad llegan de la mano de los grandes conglomerados empresariales
europeos y norteamericanos. Que millones de personas se quedan sin
progreso y sin felicidad.
El progreso y la felicidad llegaron a
Europa de manera razonablemente equitativa cuando fuimos capaces de
plantearnos un papel diferente para Europa en el mundo. ¿Se acabó ya esa
idea? ¿Ya no creemos en la capacidad europea para hacer atractivo su
modelo, no por la fuerza sino por la convicción? Hasta ahora no ha sido
verdad que Europa y Estados Unidos marcharan por la misma senda. Hemos
avanzado por terrenos diferentes, pero han sido compatibles e incluso
coordinados.
¿Por qué no se puede seguir así? ¿Porque esa manera
de avanzar reduciría el papel de Europa en el mundo? ¿Solo podemos
aspirar a protagonizar nuestro futuro si somos un apartado del TTIP?
Lo
que el Tratado plantea es algo muy distinto, algo muy serio y
potencialmente devastador. Lo mínimo seria poder discutirlo en el
Parlamento nacional, en los medios de comunicación, en las universidades
y en los círculos sociales.
Soledad Gallego-Díaz: 'ctxt.es/es/20150611/firmas/1416/El-TTIP-un-acuerdo-potencialmente-devastador-TTIP-CE.htm'