La guerra civil que cuenta Pérez Reverte a los jóvenes es más ponderada de lo que la lectura de algunas críticas sugiere. Pero no deja de ser cierto que produce enfado que para que algunos salgan de la visión franquista de la guerra haya que buscar equilibrios impensables con el nazismo o el fascismo (Juan Carlos Monedero)
España no es un país como los de nuestro entorno. En los países de nuestro entorno no podría ser Presidente alguien que manda un sms a su tesorero encarcelado diciéndole “sé fuerte”. En los países de nuestro entorno no sería pensable un libro como el que ha escrito Arturo Pérez-Reverte sobre la guerra civil. Precisamente por estar dirigido a los jóvenes. Los jóvenes españoles, en otro país, tendrían una clara referencia de la guerra civil desde la escuela. De la misma manera que tienen claro en Alemania lo que significó el nazismo y lo estudian no solamente para no repetirlo sino que lo recuerdan para elogiar a las víctimas y colocar en su panteón de héroes a los que combatieron el totalitarismo. Igual que en Italia estudian desde niños la locura del fascismo de Mussolini o en Francia aprenden a respetar a la Resistencia que luchó contra los nazis y los colaboracionistas.
En Alemania, los que atentaron contra Hitler son héroes –igual que lo son en la República Checa los que acabaron con Heydrich- mientras que en España no solamente no se conoce el nombre de los que perdieron la vida queriendo acabar con el dictador sino que se acusa de terrorista a quien atentó contra un torturador de la dictadura que asesinó a gente que luchaba para que el dictador no muriera en la cama, a menudo a través de la sangrienta trama conspirativa de repartir panfletos en la entrada de las fábricas o las universidades.
Cierto es que estos países europeos apenas recientemente están revisitando algunos lugares de la memoria, con lagunas y claroscuros mal iluminados por la reinvención de un compromiso democrático que nunca fue o por la necesidad histórica de no darle alas a los que hicieron tanto mal. Por eso es que ahora puede empezar a hablarse de la barbaridad del bombardeo de Dresde, igual que se cuestionaron las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Es ahora que se recuerdan las violaciones a mujeres alemanas por parte de los ejércitos americano y soviético (como se hizo en su día con las violaciones japonesas en China o Filipinas) o puede empezar a hablarse del escaso comportamiento humanitario de las tropas aliadas y su falta de respeto de los acuerdos de Ginebra para tiempos de guerra. De la misma manera que se levanta ahora la prohibición de editarse el Mein Kampf en Alemania (aunque se cuidan de reeditarlo con miles de notas para evitar mentiras). Pero no existen en esos países Plaza del Führer, Avenida de Mussolini, Arco de Petain ni calle de los caídos en la ocupación de Francia.
La guerra civil que cuenta Pérez Reverte a los jóvenes, junto con las excelentes ilustraciones de Fernando Vicente, es más ponderada de lo que la lectura de algunas críticas sugiere. Pero no deja de ser cierto que produce enfado que para que algunos salgan de la visión franquista de la guerra haya que buscar equilibrios impensables con el nazismo o el fascismo. De ahí que algunos hayan querido atribuir al esfuerzo –se nota- de Pérez Reverte un equitativo reparto de culpas entre los que dieron un golpe de estado en julio de 1936 levantándose contra la República e incumpliendo la Constitución de 1931 –es lo que hicieron los militares traidores que se alzaron-, y los que cogieron las armas para defender su Constitución y su orden democrático, tuviera las insuficiencias que tuviera. No se puede olvidar en ningún momento que unos atacaron y otros se defendieron. Que unos recibieron el apoyo de Hitler y de Mussolini desde antes de que el golpe se iniciara y que otros recibieron el apoyo de unas brigadas internacionales que se movilizaron porque ya veían el aliento terrible del fascismo planeando sobre Europa.
El apoyo soviético fue posterior al inicio de la guerra, infinitamente menor –Franco contaba con decenas de aviones antes del golpe-y se terminó antes. Y, en cualquier caso, fue un apoyo a un régimen democrático existente, no para derrumbar un orden político (que era la intención de la Alemania nazi y la Italia fascista). Las comparaciones suelen ser más falsas cuanto más fáciles son.
Acierta Pérez Reverte en señalar que la República estuvo atravesada por contradicciones. La II República representaba a la España más avanzada, mientras que existía otra aún rehén de la oligarquía, del caciquismo y de una iglesia reaccionaria. Si aún hoy podemos detectar ese escaso compromiso democrático, imaginemos sus contornos hace ochenta y cinco años. En un contexto, el de los años treinta, de riesgo de la democracia en toda Europa. Una de las principales fallas que encuentro en el libro tiene que ver con no insertar la guerra civil en el conflicto europeo que estaba empezando. Recientes trabajos (Casanova, Viñas, Preston) demuestran que para Hitler y Mussolini la guerra en España formaba parte de un plan más amplio de carácter europeo. Viéndolo así es difícil cualquier amabilidad con el franquismo.
Suele repetirse desde la historiografía revisionista que “en los dos bandos” hubo represión. Esta expresión no sería tolerable en los países democráticos de nuestro entorno. Nadie hablaría de los aliados y de Hitler en términos “los dos bandos”, porque unos luchaban por la democracia y otros por el fascismo. No son dos lados equiparables. Esta apreciación aparece repetida en este libro –desgraciadamente forma parte del lenguaje popular- y, supongo, es lo que ha conducido a buena parte de las críticas a este trabajo.
Cierto es que, una vez más en nombre de la ponderación, aparecen citados casos terribles que demuestran la insania de los franquistas. Junto algunos conocidos como Guernica, son citados otros de los que no hay tanta noticia, como las matanzas de Badajoz y Almería, y también se explica que en el lado republicano los casos de violencia eran “fruto del desorden y obra de elementos incontrolados”, mientras que en el lado franquista “los asesinatos eran tolerados y hasta organizados por los mandos militares, a fin de eliminar toda resistencia y amedrentar a la población”. Esto está dicho en el libro. La pregunta entonces sería ¿es suficiente?
Desde una visión democrática normalizada, las juntas vuelven a chirriar si no queda claro lo que significó el golpe de 1936. Si para lograr que los que están inclinados a defender a Franco y al golpe se acerquen a visiones más cercanas a la verdad hay que concederles la equidistancia de los contendientes, flaco favor le hacemos a la democracia. Aunque me consta que no es la intención de este trabajo, se termina ofendiendo a los que se jugaron todo por defender la República. No son la contraparte de un mismo asunto. Hay que insistir en que las barbaridades cometidas en las filas republicanas –que las hubo, ahí está Paracuellos, y no son defendibles- fueron en los primeros meses, cuando el orden constitucional se había desbaratado por el golpe y el inicio de la guerra, en el fragor de un ansia de venganza alentada por las atrocidades que llegaban de las zonas que caían bajo la bota de los sublevados, y que se terminaron en el momento en el que el Gobierno de la República recuperó en unas semanas el control político de su zona.
La guerra civil de Pérez Reverte se ve obligado a contar, como en una suerte de yenka macabra, barbaridades o dolores a un lado y a otro –unos asesinaron a Lorca, otros a Muñoz Seca, unos maltrataban a las mujeres, otros hacían otro tanto, unos tenían problemas con Unamuno en Salamanca, otros tenían problemas con los anarquistas en Barcelona-, generando necesariamente la idea de que allí todos se volvieron locos. El golpe de Estado de 1936 y sus resultados posteriores no fueron un calentón propio de la tierra: fue la cuota parte de fascismo que vivió nuestro país, igual que el III Reich o el fascio mussoliniano. Lo contrario es una visión amable que busca fáciles digestiones casi un siglo después, repitiendo el mantra: olvidemos esos malos tiempos. Pero la pregunta sobre la salud de nuestras instituciones sigue entonces intacta ¿puede un país construir su democracia ignorando lo que realmente sucedió?
La guerra civil hay que entenderla como parte de nuestras insuficiencias –por eso hubiera sido conveniente citar en el libro que antes de la República vino la dictadura de Primo de Rivera -y entenderla como antesala de la guerra mundial (recordar que nos visitaron jerarcas nazis cuando ganó la CEDA en 1934, diciendo que en España iba a empezar a hacerse lo que estaban ya haciendo en Alemania)-. Eso daría una mirada más inclemente del franquismo. En el libro se citan los 6.000 curas fusilados (pero no se cita que la iglesia denominó “cruzada” al levantamiento) y tampoco que Franco fusiló a 120.000 españoles terminada la guerra o cuando ya estaba ganada. Franco vino matando y se despidió matando. No hubiera estado mal una referencia a los últimos asesinados por Franco en Septiembre de 1975. Y también daría luz señalar que al menos 120.000 de esos acusados de defender la legalidad vigente siguen en cunetas. ¿No habría que recordar a los jóvenes que España es, después de Camboya, el país con más fosas comunes y desaparecidos del mundo?
El libro puede civilizar a los emboscados que ven el franquismo con buenos ojos, pero creo que no termina de ayudar a acercarnos a la barbaridad que nos pasó. Decía Habermas, cuidado con esos hombres justos que dicen “la mitad de culpa para Hitler y la otra mitad para los judíos”. Hay que revisar de manera objetiva todos los errores cometidos por la izquierda durante todo el siglo XX –de lo contrario, lo hace la derecha por lo general mintiendo-, pero el lugar para hacerlo no es la equidistancia. Los crímenes de Stalin no se explican desde los crímenes de Hitler ni viceversa. Son argumentos que confunden. El libro de Pérez Reverte puede ayudar al debate. Si es así, bienvenido. Sólo tienen miedo a debatir sobre la guerra civil los que ven algún tipo de beneficio en el silencio. Es hora de convertir los monólogos en diálogos.
Quizá precisamente por esa mirada no tan amarga sobre nuestro pasado, la mirada sobre nuestra democracia de Pérez Reverte es demasiado dulce. “A la muerte del dictador, España se convirtió en una monarquía parlamentaria por decisión personal del rey Juan Carlos, padre del actual monarca y nieto del exiliado Alfonso XIII”. El que trajo la dictadura de Primo de Rivera y apoyó a Franco posteriormente. “Juan Carlos I volvió a legalizar los partidos políticos, procuró la reconciliación nacional, liquidó el régimen franquista y devolvió a España la democracia”. Soy de los que piensan que la democracia la trajeron los que se la jugaron para traerla. No el Rey, que fue nombrado sucesor del dictador por el propio Franco en 1969. El rey, a la muerte de su mentor, nombró a Arias Navarro Presidente. De manera que el último Presidente de la dictadura fue el primer Presidente de la democracia. Luego, cuando la cosa se le iba de las manos al Rey puso a Suárez. Más tarde no dudó en dejarle caer cuando le interesó.
El CDS, partido que fundó Suárez tras la implosión de la UCD, no cosechó sino fracasos. Todos le dejaron de lado. Aunque más tarde, con Suárez ya rehén del Alzheimer y sin acordarse de que había sido Presidente, se fotografiara el Rey con él para intentar imbuirse de su fama reconstruida. Son comportamientos de doble moral. Igual que su hijo, que inaugura en París una placa a La Nueve, los republicanos españoles que fueron los primeros en entrar a liberar París en 1944 –Pérez Reverte los cita con mucho respeto-, pero no lo hace en España.
En definitiva, podríamos decir que estamos ante un libro para el país real, ese donde Esperanza Aguirre o José María Aznar no piensan hoy muy diferente de lo que pensarían en 1936. Pero es un libro que no dirige los esfuerzos a construir una democracia de alta densidad. Esa que pasa por romper con la impunidad del franquismo y con la memoria selectiva a la que nos obliga “el precio de la transición”. Por ejemplo, el hecho de que un defensor acérrimo del franquismo, un ministro de la dictadura que firmó el enterado en sentencias de muerte, la persona que justificó el asesinato de Julián Grimau o Enrique Ruano (estudiante lanzado por la guardia civil franquista por una ventana), sea uno de los firmantes de nuestra Constitución y fundara el partido que está vaciando nuestra democracia. La apuesta es, en cualquier caso, clara: sigamos debatiendo. Y el libro de Pérez Reverte nos invita a ello.