En 1554 el médico alemán Johannes Lange, natural de Löwenburg en Silesia, siguiendo una antigua obra hipocrática describió una enfermedad como «peculiar de las vírgenes». Esta enfermedad fue llamada morbus virgineus, febris amatoria, anemia hipocrómica, enfermedad verde o clorosis. El interés de Lange fue suscitado por la carta del padre de una joven, Anna, que le escribía preocupado por cómo el cambio de aspecto de su hija —palidez, letargia y debilidad— ponía en peligro sus perspectivas de matrimonio.
Con el tiempo, la enfermedad verde formó parte de un grupo de enfermedades consideradas exclusivas de las mujeres como la histeria (híster significa útero) y el útero errante, desplazamientos incontrolados de este órgano que supuestamente causaban presiones sobre nervios y venas y generaban distintos trastornos, tales como sensaciones de ahogo, pérdida de habla, vértigos, problemas en las rodillas, dolores de cabeza, ardor de estómago, alteraciones en las venas de la nariz, sopor, irregularidades en el pulso y, en ocasiones, la muerte. Los que diagnosticaban el útero errante creían que este órgano exclusivamente femenino se movía libremente como un pequeño organismo dentro de la cavidad abdominal de la mujer, algo que se describía con una frase de un machismo ejemplar: «un animal dentro de otro animal».
Es sorprendente porque esta idea tenía milenios de antigüedad: el papiro de Lahun, del 1990 a.C., considerado el texto ginecológico más antiguo, ya lo comenta y el propio Platón había dicho: «El animal dentro de ellas está deseoso de procrear niños, y cuando permanece sin dar fruto… se vuelve descontento y enfadado y se mueve por todas direcciones dentro de ellas hasta las extremidades, causando todo tipo de enfermedades…».
La enfermedad verde se pensaba que era debida a que hasta que llegaba la menstruación distintos humores se acumulaban en el cuerpo de las adolescentes, generando un espacio cenagoso, unas charcas estancadas que provocaban ese triste aspecto. En mujeres fértiles, esta enfermedad de las vírgenes incluía también la retirada de la menstruación, los cambios en la alimentación, la pérdida de coloración en la piel que tomaba ese característico color verdoso y una gran debilidad general.
Los libros médicos de la época señalaban tres posibles tratamientos para la enfermedad de las vírgenes: el primero era tomar «agua de acero». Limaduras de acero se hervían en vino blanco y se añadían azúcar y especias. Era algo tan común que muchas mujeres tenían recetas para el agua de acero en sus libros de cocina, algunos de los cuales han llegado hasta nosotros. El segundo tratamiento era luchar contra la pereza, hacer ejercicio, insistir en las tareas domésticas, cualquier tipo de actividad física. Y el tercero aparece ya en la carta de respuesta al padre de Anna que Lange publicó proponiendo este singular tratamiento para la jovencita y otras similarmente afectadas: «Vivir con hombres y copular» añadiendo «si consiguen concebir, se curarán».
Las referencias a la clorosis son continuas en los siguientes cuatro siglos. A finales del siglo XVI, Luis Mercado en su De mulierum affectionibus (1579) dice que el morbus virgineus es un sinónimo de la fiebre blanca «porque observamos que ocurre en un gran número de vírgenes». En el siglo XVII Richard Morton publicó su obra Phthisiologia: or a Treatisse of Consumptions donde habla por primera vez de unos tubérculos en el pulmón que darían nombre a una nueva enfermedad, la tuberculosis, pero donde también relata el caso de una muchacha de dieciocho años a la que él empezó a tratar en 1686 indicando «en el mes de julio, cayó en una total supresión de sus períodos mensuales por una multitud de cuidados y pasiones de su mente […]. Desde ese tiempo su apetito empezó a desfallecer y su digestión a ser mala, su carne también comenzó a verse fofa y caída, y su aspecto pálido». Para muchos, tanto la enfermedad verde de Lange como la pérdida de apetito descrita por Morton podrían ser las primeras referencias médicas a un trastorno importante en los siglos XX y XXI, que se convirtió entre los más prevalentes en las jóvenes púberes, la anorexia.
El máximo desarrollo de la enfermedad de las vírgenes tuvo lugar en el siglo XIX, en especial en su segunda mitad. El aumento del tiempo entre la pubertad y la maternidad al casarse las jóvenes a mayor edad, la rígida moral victoriana, el desarrollo de la llamada «era de la ansiedad» y el desarrollo de un sistema de salud digno de tal nombre propiciaron que esta y las otras enfermedades que eran consideradas exclusivamente femeninas tuvieran una amplia repercusión social.
Andrew Fogo, un médico inglés, declaró en 1803 que la enfermedad verde era un trastorno imaginario. Armand Trousseau, sin embargo, impartió una conferencia titulada «Verdadera y falsa clorosis» que luego publicó en 1872, donde declaraba que las jovencitas afectadas de la enfermedad verde tenían el erotismo más desarrollado que las demás mujeres y que ese era un síntoma esclarecedor. No obstante, por las mismas fechas, Raciborski (1868) preguntó a muchachas afectadas por la enfermedad verde y todas le expresaron su desagrado ante el pensamiento del sexo. Este mismo Raciborski recomendaba como medida preventiva una prohibición total de leer novelas hasta la edad de veinte años por lo que sugería que las jovencitas deberían tener prohibida la entrada a las bibliotecas públicas. La clorosis desapareció de los manuales de medicina en torno a 1920-1930, explicándose de distintas maneras por mejoras en la dieta, cambios en la ropa femenina y por una mayor edad a la hora de contraer matrimonio, y Campbell indicó en 1923 que la clorosis era una exageración del cambio fisiológico que ocurría en todas las niñas más que una enfermedad sui generis. Sin embargo, William H. Crosby publicó en 1987 en el Journal of the American Medical Association, una buena revista científica, que había visto una mujer clorótica, cuyo color verdoso de la piel se distinguía claramente por ser pelirroja.
Es muy probable que tengamos muchas otras descripciones de enfermedad de las vírgenes, solo que en las bibliotecas no están bajo el epígrafe de libros de medicina sino en las vidas de otro grupo particular de mujeres que no mantenían relaciones sexuales: las santas. Rudolph Bell publicó en 1992 un libro titulado Santa anorexia en el que sigue la pista de más de doscientas vidas —doscientas sesenta y una, para ser exactos— de santas y mujeres con un aura de espiritualidad que desde 1200 a la actualidad tienen como característica común que se dejaron morir de hambre mediante un ayuno excesivo. Muchas de estas mujeres, en especial en el medievo italiano, seguían un ideal de enfrentar las urgencias del cuerpo mediante «la negación de una misma, el ayuno y la salud espiritual» y se ensalzaba un modelo basado en la espiritualidad, el sacrificio personal, la fuerza de voluntad y el alejamiento del mundo. El 50% como mínimo de aquellas mujeres santas encajarían en la actualidad en un diagnóstico clínico de anorexia. Bell considera también que en ellas habría una rebelión contra «un patriarcado que intenta imponerse entre la santa anoréxica y su Dios». De hecho la propia Teresa de Jesús nos habla del convento de clausura como un espacio de libertad y alegría, un lugar donde las mujeres están a salvo de la tiranía de los hombres.
Estas mujeres se dejaban morir de hambre y sentían que eso les asemejaba a los pobres famélicos y les unía con la imagen de Cristo en la cruz. Algunos autores hablan de masoquismo o de paranoia, pero es más complejo que eso; no se puede entender el fenómeno sin valorar las creencias que subyacen a esos comportamientos. Para muchas de esas santas, el dolor no era un fin en sí, no era algo que finalizaba en el momento y el lugar en que se producía, su dolor se ofrecía a Dios y se convertía en una sustitución o una restitución. Es un tema difícil donde es fundamental respetar las creencias que subyacen bajo estas historias. Estas vírgenes internas en un convento creían que su sufrimiento tenía un resultado, que iba más allá de un tiempo determinado y de un lugar concreto. El dolor era visto como una herramienta, un camino, algo productivo. Su hambre y su sufrimiento era una forma de compartir el martirio y la crucifixión, servía como expiación por los pecados de otros: era un pago, un trueque, un contrato.
La anorexia es mucho más común en mujeres que en hombres, en una proporción de entre diez a uno y veinte a uno y aparece normalmente en la adolescencia. Aunque las clases humildes no son inmunes a este trastorno, es característico de chicas de familia de clase alta, muy competitivas, con fuerza de voluntad y un perfeccionismo que llega a un extremo insalubre. Del mismo modo, según Bell, la proporción de anorexia en esas mujeres santas era del 76% en las de clases altas, 39% en las clases medias y 15% en las clases bajas. También era más común en las clases nobles que en los artesanos y labradores y más en las nuevas sociedades urbanas que en las comunidades rurales. En la actualidad se ve más en algunas profesiones como en bailarinas, gimnastas, atletas y modelos, vocaciones donde un peso corporal escaso se puede ver como una ventaja. Una de cada seis bailarinas tiene trastornos alimentarios.
La anorexia significa etimológicamente «pérdida del apetito», pero en realidad se trata de personas que durante buena parte de su enfermedad mantienen el apetito y pasan hambre voluntariamente. Llegan a poner su vida en peligro y se considera el trastorno psiquiátrico de mayor mortandad. Puede tratarse de un episodio normalmente de larga duración pero un porcentaje de las personas afectadas lo cronifican y responden mal a los tratamientos, con lo que en estas personas se producen episodios repetidos, hospitalizaciones recurrentes y afecta gravemente a su calidad de vida y a la de sus familias.
Dejarse morir de hambre requiere una enorme fuerza de voluntad. Algunas veces las santas ayunadoras rompían la dieta y eran encontradas a mitad de la noche saqueando la despensa del convento. ¿Cómo reaccionaba la comunidad ante tamaño despropósito, ante la pérdida de aquel éxito, ante el derrumbe de aquella manifestación de autocontrol y amor a Dios? Simplemente decían que la hermana dormía felizmente en su celda mientras que el diablo, asumiendo su imagen y escondiendo la cola debajo del hábito se había metido en la alacena, devorando todos los dulces. Los psicólogos, siempre más sosos, dirían que eran episodios de atracones bulímicos.
Algunas de las santas anoréxicas murieron de debilidad como resultado de su trastorno alimentario, pero otras se convirtieron en las superioras de su comunidad y dejaron un recuerdo de sabiduría en su liderazgo y moderación y flexibilidad en el seguimiento de las normas. Quizá quien ha vivido las cadenas de la rigidez de la anorexia entiende mejor la bondad y salubridad de las debilidades humanas.