Pedro
Sánchez expresa excesiva seguridad al hablar, con respuestas demasiado
rápidas a un cuestionario aprendido de memoria; su extraordinaria
facilidad de palabra se pone a veces al servicio de un cabreo impostado (Manuel Vicent)
Tiene
este político una percha con la que a su debido tiempo, sin duda,
habría ganado el título de Míster Pachá de haberse presentado al
concurso en esa discoteca de Ibiza. Aun hoy, cuando Pedro Sánchez cruza
la tribuna para plantarse ante el atril, siempre imaginas lo bien que
daría en un desfile de modelos masculinos de Hugo Boss. Vete a saber si
un físico tan evidente es lo mejor para un candidato socialista.
Un
político debe preocuparse por su imagen, pero no hasta el punto que
obligue al espectador a fijarse antes que en sus palabras, en lo bien
que le sienta el verde del jersey con el azul de la chaqueta, el
pantalón vaquero con la camisa blanca arremangada. Está claro que su
perfil exterior tan atractivo y conjuntado, paradójicamente podría
perjudicar el fondo de la cuestión, la carne en el asador, que en
política es de lo que se trata. Pedro Sánchez todavía da la sensación de
que es un modelo para armar, recién desembalado, una figura recortable
por la línea de puntos cuyas instrucciones vienen en el prospecto de
mano.
Ya se sabe que en política los enemigos no están en la
bancada de enfrente sino sentados a tu lado, por eso más que poner los
ojos en Felipe González, que anda perdido por los cielos de la
geopolítica y en la Macarena socialista que se venera en Sevilla,
Sánchez debería mirarse primero por dentro para comprobar si su ambición
se corresponde con su capacidad de aguante, si entre su brazo y el
puñal existe una perfecta ecuación. Hay políticos que tienen buen puñal
pero les falta brazo y otros al revés, les sobra brazo y le falta puñal.
No parece ser este el caso.
El arte de hablar en público, según
la escuela anglosajona, que se aprende en Cambridge o en Oxford,
consiste en un duro aprendizaje de transmitir la sensación de que no
traes el discurso preparado de casa y dices lo que se te está ocurriendo
en ese momento, con una dicción acompañada de ligeros balbuceos de
duda, que en realidad son un ardid para atraer al contrincante a tu
terreno sin que se dé cuenta.
Por el contrario, Pedro Sánchez
expresa excesiva seguridad al hablar, con respuestas demasiado rápidas a
un cuestionario aprendido de memoria; su extraordinaria facilidad de
palabra se pone a veces al servicio de un cabreo impostado, con el
braceo y gesticulación ensayados ante el espejo. Pero es evidente que
este político está aprendiendo el oficio de líder mejor y más rápido
cada día que pasa. Su éxito puede llegar cuando el peso de su discurso
se derive de una improvisación estudiada que haga olvidar la dentadura
perfecta y la sonrisa Profidén, como se decía en tiempos del mambo.
El
golpe de efecto que dio en el acto de su presentación como candidato a
las elecciones generales con el despliegue apabullante de la bandera
española, que no solo llenaba el escenario sino el horizonte completo de
España, fue una prueba de imaginación con la que quedaban desbancadas y
puestas en ridículo tantas pulseritas, correas de reloj, cinturones,
tirantes, polos, chapas, llaveros, gorras de visera, incluso collares de
perro adornados con la enseña nacional, secuestrada y sometida por la
extrema derecha a la ideología de una de gambas cuando no al bate de
béisbol. Ahí la tenéis, tragadla toda entera, así de grande es como a mí
me gusta, ese era el mensaje.
Puede que Pedro Sánchez esté en
inmejorable situación de ganar las elecciones si consigue creerse de
verdad el papel de líder por méritos propios y deje de mirar a los lados
a la hora de transmitir proyectos e ideas. De hecho ocupa un puesto
privilegiado gracias al devenir incierto que la política le ha deparado a
su partido, arruinado otrora por la corrupción, hoy, al parecer,
decidido a no morir. Pedro Sánchez puede actuar como un enchufe
trifásico: una conexión neutra con la socialdemocracia, otra que
serviría para unir esta corriente a un posible pacto con una derecha
moderna y aseada; y el tercer cable, una toma de tierra, para recargarse
con la energía de la izquierda que llega por abajo.
La ardua
tarea de unir las dos almas del partido socialista, resistiendo tantos
amigables navajazos, es más complicada que meter un triple en la canasta
como tal vez conseguía Sánchez cuando era jugador de baloncesto del
Estudiantes, en el Ramiro de Maeztu, donde estudió el bachillerato. Con
un enchufe trifásico o con un triple encestado en el último segundo
podría este candidato alzarse con la victoria.
Manuel Vicent, en
El País