El dilema es claro: o vamos hacia formas de mayor empoderamiento de los ciudadanos o el paso al autoritarismo postdemocrático, ensayado a escala europea con las políticas de austeridad expansiva, será inexorable (Josep Ramoneda)
¿Qué pasará? Nunca en vigilias electorales me habían hecho tantas veces esta pregunta. Cuando respondo que desconozco por dónde irán los resultados, pero tengo la certeza de que no habrá grandes sobresaltos, unos me miran con cara de alivio y otros, de desconcierto. La pregunta va, a menudo, acompañada de una justificación: no sé a quién votar.
Los medios de comunicación contribuyen a la confusión publicando encuestas que muestran resultados dispares, incluso habiendo sido realizadas durante la misma semana. Con lo cual, las dudas sobre su rigor científico crecen al mismo ritmo que el escepticismo de los ciudadanos que sospechan que los sondeos forman parte de las estrategias electorales.
Dejando aparte los juicios de intención, la tarea de los encuestadores no es fácil. Los electores tardan en decidir su voto; no es lo mismo lo que se dice cuando la elección está lejos que cuando se acerca y pesa el miedo a la incertidumbre. La multiplicación de las opciones complica mucho el pronóstico; los nuevos actores dan pistas muy engañosas y los tópicos que recorren la escena pública distorsionan tanto el pronóstico como el voto.
El tópico del momento es el síndrome del cambio. Y no tenemos en cuenta que a veces entre la toma de conciencia de la necesidad de cambiar y el paso a la acción reformadora de verdad, la que comporta real redistribución del poder, hay un gran trecho. Por eso creo que este año electoral está muy condicionado por cierto fatalismo del cambio. Y este fatalismo está generando dos miedos de signo opuesto: el miedo conservador a reformas que afecten a los propios intereses y el miedo a la frustración, a que después de tanto ruido todo quede casi igual.
Hay conciencia del deterioro del sistema político, hay conciencia de que la sociedad ha sufrido transformaciones enormes (en buena parte debido a una revolución tecnológica que ha desplazado el eje del sistema económico de lo industrial a lo financiero y de lo local a lo global y ha cambiado nuestra relación con el entorno metiendo a un ser analógico como el hombre en un escenario digital donde la visibilidad y el control adquieren dimensiones insólitas).
Pero este fatalismo del cambio, en sociedades escépticas y resabiadas, que con la crisis se han sentido amenazadas en una confortabilidad que consideraban adquirida, va acompañado de otros fatalismos: el fatalismo de la impotencia de la política que hace que muchos se inclinen resignadamente ante la hegemonía del poder económico, y el fatalismo del embrutecimiento del poder (corroborado por las dimensiones colosales que la corrupción ha adquirido en la política española) que impulsa la creencia de que cuando se meten en política todos acaban igual.
Con estos prejuicios de partida, crecen las dudas sobre la novedad de los nuevos, sobre si realmente aportan algo distinto salvo el hecho de que aún no han tenido tiempo de contaminarse. El ejercicio deliberado de la ambigüedad por parte de Podemos ha ayudado a aumentar la desconfianza. Si tenemos que cambiar, ¿los nuevos realmente nos proponen algo distinto y adecuado a las transformaciones del mundo? Esta es la duda creciente, que hace que el fatalismo se traduzca en resignación más que en entusiasmo, con lo cual la probabilidad de que las aguas del cambio se acaben congelando es alta.
Y, sin embargo, el verdadero fatalismo del cambio, lo que hace que esta idea pese sobre la escena pública como un superego, está en la conciencia de que la democracia está en juego y hay que hacer algo para evitar su imparable erosión. El dilema es claro: o vamos hacia formas de mayor empoderamiento de los ciudadanos o el paso al autoritarismo postdemocrático, ensayado a escala europea con las políticas de austeridad expansiva, será inexorable.
En este neoautoritarismo se coloca Rajoy cuando dice que las mayorías absolutas “son un pacto de sensatez”. Está proponiendo un falso contrato: usted me vota, yo no me siento comprometido por mis promesas (como ya se ha demostrado) y no hay nadie que pueda obligarme a cumplir mi parte del pacto. Todas las dudas son comprensibles, pero las municipales son oportunidad de empezar a poner contrapesos a los que acumulan poderes excesivos. Es decir, de empezar a pasar del fatalismo al cambio.
Josep Ramoneda: 'ccaa.elpais.com/ccaa/2015/05/18/catalunya/1431971693_683416.html'
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